sábado, 13 de marzo de 2010

niños tristes

Había tomado la 510, que no me servía porque dobla antes. Me bajo para tomar otra. Voy al paradero de la 506 porque pasan más, tranquilamente, escuchando Zerbina en la versión de Suárez. Es la hora de almuerzo. En el paradero hay 3 niños, como de entre 15 y 18 años; uno de ellos, grueso y con pelo corto y mojado, me saluda con la mano. Yo lo saludo también. Me hace una señal de que vaya. Le muestro mi palma izquierda como señal de que no. La misma situación se repite dos veces más. Él se acerca a mí y me da la mano. Me saco los audífonos. Me pregunta de dónde soy, con casi amabilidad, le digo que de San Miguel. y qué hací en Peñalolén, me dice. Vengo a ver a mi polola. Aah, me responde, ya, y no tení una luca o un pito que me dís? sácalo altiro que tengo una pistola en la mochila. No tengo, le digo. No te creo, me dice, déjame ver tu billetera. No tengo billetera. Le pregunto por qué hace eso, para qué ser tan malo, con un tono como de monja de colegio, ni retándolo ni compadeciéndome ni asustándome, sino en un punto neutro al medio de todo. Me dice que qué tiene, que si quiere saca la pistola y me mata ahí mismo, o me pega, y después yo si quiero llamo a los pacos, que a él no le importa. Pienso que tiene habilidad, que es un tipo de ladrón que usa muy bien sus habilidades sociales, hace que todo parezca una conversación muy relajada. Los amigos de él no hacen nada, ni siquiera vigilan, conversan entre ellos con pocas palabras, son pequeños de cuerpo y tienen acento campestre. Me pide el celular. Le digo que no y me pregunta por qué no. Porque mira tu actitud, le digo, es muy violenta, cómo alguien va a confiar en ti. Saliste vío, weón, ya pírate rápido no más y no corrái porque o si no te saco la chucha. Pienso que es difícil pegarle a alguien corriendo, pero igual no corro, le digo chao y me voy al paradero de la 507, donde hay señoras y familias.
Pasan tres 506. En la última se suben ellos. Yo tomo una 507 y unos paraderos después la Amelia me llama. De repente se sube el ladrón sociable y me saluda con una gran sonrisa: weeeeena weóon, me da la mano y por inercia después chocamos los puños, como grandes amigos. Yo estoy sentado mirando hacia atrás y veo que se sientan. Hay dos colegiales, como de sexto básico, uno escucha música y el otro juega en su celular. El ladrón los engatuza. Les dice oye, ése celular es como el mío, está lindo, déjame verlo. En realidad no sé si dice eso exactamente, pero se nota que trata de ser muy simpático. Los niños tienen un miedo notorio, paralizado. Están sentados justo al frente mío y no puedo dejar de mirarlos con una pena incomprensible, como si todo estuviera confabulado para que yo hiciera un acto semiheroico y no pudiera, estaba igual de inmovilizado que los niños pero por otros motivos. El ladrón nunca se muestra violento. Conmigo sí puso una cara más o menos violenta, y me acuerdo de lo que le dije, pienso que tal vez estaba aplicando un estilo más cuidadoso y me siento mal. Casi me paro para ir a decirle al chofer, pero veo que el ladrón me mira. Los niños también me miran. Sus miradas son tan opuestas que me inmovilizan más, como si me tuvieran atrapado en una pinza de dos metales. Llegamos a acueducto y me bajo muy rápido. Miro a la micro y se baja el ladrón con uno de sus amigos campestres. Lleva algo en una bolsa blanca, se van corriendo hacia abajo. Veo al colegial que escuchaba música con cara de alivio, también abajo de la micro. Me subo al auto de Amelia y veo que el otro niño pasa caminando, cabizbajo, por la vereda. Levanta la cabeza para mirarme, y recuerdo el saludo de compadre que nos dimos con el ladrón en la micro, y me siento el cómplice más miserable de la tierra.

No hay comentarios: